La pasada semana llegamos a la playa, mi familia, unos amigos, y yo, y al llegar sólo estaba una pareja en la que ella estaba en top-less y el totalmente desnudo, ninguno de los dos portaban las marcas blancas del bañador que hubieran delatado un reciente pasado textil.
Nos vieron llegar y debido a la proximidad y a la buena educación que heredamos los saludamos, contestándonos con cortesía.
Al poco estábamos todos desnudos, unos seis adultos y cuatro menores. En total estábamos todos en la playa desnudos (privilegios de esta esquinita del mundo, todavía es posible encontrarse una playa solitaria en el mes de julio) excepto la chica que permanecía en top-less. En un momento dado y al volver del agua compruebo con asombro que la pareja de vecinos se habían puesto el bañado y el top del bikini. En principio no me habría extrañado si continuasen recogiendo sus cosas y se hubieran marchado, pero no fue así, sino que volvieron a tumbarse al sol, esta vez con algo más de ropa.
Sorprendido por la situación, atisbé alrededor, entre las rocas, a lo lejos, por si acaso algún mirón o alguna otra persona los habría hecho sentir incómodos y por ello habían renunciado a su desnudez. Al parecer no era ese el motivo. Y tampoco conseguí discernir otro. Una de mis amigas se acerca y me pregunta si «estos cuando llegamos, ¿no estaban desnudos?»; pues sí, parece que sí, y ahora parece que no. Mi interlocutora me interroga nuevamente buscando una respuesta que no supe dar: ¿porqué se habrán vestido?
Sinceramente había vivido el proceso a la inversa, como ya he dejado testimonio en este diario en otras ocasiones, pero sentirse incómodos estando desnudos entre gente desnuda, ese proceso no lo había vivido.
Al menos, me consuela haber vivido una de esas experiencias que ponen de manifiesta que las personas son impredecibles.
Xouba